Todos los pueblos de la tierra se han constituido a partir de referencias comunes que son, esencialmente, los valores éticos. Pero he aquí que estos valores han sido revelados al corazón humano como sentimientos sobre-naturales. Se imponían, a cada una de las comunidades, como una ley moral. Se habló, así, de Mandamientos divinos y se demostró que estos Mandamientos liberaban al ser humano de la animalidad, es decir, que lo elevaban por encima de las leyes ordinarias de la naturaleza. Sin embargo, estos Mandamienos se imponían al hombre y, por tanto, creaban una relación de sujeción. Ahora bien, es de esta sujeción, precisamente, que la Razón permite liberarse, dando al ser humano la libertad de ser el autor de las leyes morales. El Mandamiento divino, entonces, se convierte en un Imperativo categórico de la razón. Por tanto, la revolución iniciada por la Ilustración y, luego, continuada por la ciencia ha dado a todos los pueblos de la tierra una dignidad superior a aquella que recibían por obedecer a la ley moral. Es decir, les permitía ser, libremente, los autores de la ley moral. ¡No dudemos en reconocer lo bien fundado de la civilización occidental moderna! Pero, por la misma razón, al liberar, la Ilustración y la ciencia, todas nuestras actividades de los Mandamientos divinos, nos liberó también del Imaginario en el que se representaban y se reproducían estos Mandamientos. ¿Y para qué? Para controlar todo lo que desde entonces podía manifestarse como una obediencia a las leyes de la naturaleza. La razón se volvió entonces respetuosa de las leyes de la naturaleza. Pero –y eso tiene una importancia decisiva– el ser humano se empezó a preocupar ya no de lo que lo constituye como tal y que asume de manera inmanente, sino de todo lo que, al contrario, amenaza su vida biológica y espiritual, es decir, se empezó a preocupar de la naturaleza física y, entonces, se puso a estudiar las leyes de esta naturaleza física. Constató que cierta lógica –la lógica de la identidad– presidía las relaciones de las fuerzas físicas y, por tanto, para dominar la naturaleza física, permitió que la razón adoptase esta lógica de identidad. El triunfo es total sobre la naturaleza física. Ninguna sociedad puede refutar la aseveración de que la civilización occidental moderna ha ofrecido a todos los pueblos de la tierra un conocimiento notable acerca de las leyes físicas: que cohetes, por ejemplo, permitan al hombre caminar sobre la luna, etc. Ahora bien, las leyes de la física describen relaciones de fuerza, y estas fuerzas, controladas, significan que el hombre puede instaurar relaciones de dominación sobre la naturaleza, al menos sobre la naturaleza física. He aquí, ahora, un problema y es que esta dominación no puede ser ejercida por todos, en todas partes, porque sencillamente la tierra es finita y los recursos también; los medios pueden ser más o menos abundantes o escasos. Así, pues, para dominar la tierra, hay que dominar sus recursos. La lucha entre los hombres, para dominar estos recursos, funciona con la misma lógica que permite dominar las fuerzas de la naturaleza. Se dice de la economía capitalista que es una economía natural, que respeta las leyes de la naturaleza. ¡Bueno! Pero eso implica, entonces, aceptar que las relaciones entre los hombres son también relaciones de fuerza, relaciones fundadas sobre la dominación de los unos sobre los otros. El “poder sobre” reemplazó al “poder de” (servir a los demás) que fue privilegiado, justamente, en los Mandamientos (“Ámaos los unos a los otros”, etc.). He aquí, pues, que la razón y la ciencia moderna nos han conducido a un callejón sin salida, por la simple razón de que el principio de Identidad es el único aparato lógico puesto a disposición de la razón. Ahora comprobamos que esta lógica es inadecuada para rendir cuenta de eventos que no pertenecen al campo de la naturaleza física, sino al campo de la naturaleza biológica y de la naturaleza psíquica.
Ahora bien, los pueblos que han conservado sus estructuras originales, es decir, las matrices generadoras de los valores humanos, se defienden contra el avasallamiento de la economía capitalista. Pero esta lucha estaría perdida de antemano, si sólo se avocasen y encerrasen en los valores éticos de su propio imaginario y no intentaran validar la Razón desde otras lógicas postaristotélicas que no sean sólo las de la fisica (el “poder sobre”). Pero, he aquí que esta lucha de los pueblos originarios, que cobra vigencia, puede ser una ilusión, porque el sistema occidental, al destruir la vida sobre la tierra y los valores éticos, en nombre del poder de dominación, pone en peligro también la existencia de la humanidad. Entonces, muchas mentes progresistas se rebelan contra ello y apoyan las formas de resistencia de los pueblos originarios (la ecología profunda, por ejemplo) llegando, así, sin embargo, a defender tesis conservadoras y convirtiéndose en verdaderos reaccionarios.
¿Dónde está el futuro? Está en reconocer que los pueblos originarios que resisten al capitalismo, disponen de estructuras generadoras de valores, distintas de aquellas del mundo occidental, aun si la utilización racional de estas matrices es todavía potencial. El reconocimiento de esta potencialidad, sin embargo, es el preámbulo del análisis que atribuirá a la Razón universal instrumentos distintos a la lógica utilitarista, prestada de la física. Estas lógicas son aquellas de la vida y de la mente.
Por tanto, la Asamblea Constituyente tiene la oportunidad de ser la primera en el mundo en declarar necesario el reconocimiento de dos civilizaciones en América: la civilización occidental y la civilización amerindia y, mediante ello, abrir la puerta institucional a un diálogo que debería permitir rápidamente a los filósofos (o futuros filósofos) de la Indianidad sobrepasar la sujeción al control racional de las relaciones, por la vindicación del Ayni, por ejemplo, que permite crear un espacio-tiempo biológico y un espacio-tiempo psíquico, es decir, un sistema económico que permite crear valores éticos. Bastaría que la Asamblea Constituyente pronunciase, claramente, en su Preámbulo la idea de dos civilizaciones, la idea del encuentro de dos civilizaciones, para que ponga fin al encubrimiento de la civilización amerindia por la civilización occidental; para que ponga fin a la ceguera de la razón y, de este modo, autorice el diálogo que pueda desbloquear el futuro. ¡Luego veremos! Sin el reconocimiento de la civilización occidental y sin el reconocimiento de la civilización amerindia, como potencial de porvenir para la humanidad entera: la producción de valores éticos desde la economía, nos quedaríamos en lo que ya conocemos: el encubrimiento de la humanidad misma, bajo una tierra cada vez más sometida al poder de dominación sobre la naturaleza, en desmedro de la Razón universal, es decir, la libertad alumbrada por el ser humano.
Dominique Temple
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