sábado, 11 de abril de 2009

2. La patriarcalización del mundo semita: el Monoteísmo abrahámico

El concepto de Monoteísmo: fe en un único dios, que un pueblo pretende universal, es en realidad muy reciente. Surge en tiempos de la Ilustración y se supone que fue acuñado por David Hume para caracterizar la religión de dominio de los persas. De él es la frase: “La intolerancia de casi todas las religiones que afirman la unicidad de Dios es tan asombrosa, como el principio opuesto en el politeísmo”, que ha vuelto a agitar las aguas, a la vista de las guerras que asolan a la humanidad, llevadas a cabo por los hijos Abraham, entre sí: Oriente Próximo, o contra los Animistas: la colonización y la ayuda al desarrollo: matando sus cuerpos o violentando sus almas. Genocidio y etnocidio: el sello monoteísta. Este sesgo, objetivo, obviamente es irritante e inquietante, pero debemos investigarlo como sugería, ya en el siglo XIV, Yehoshua Ha Lorqui / Jerónimo de Santa Fe: ¿Tiene o no derecho, puede y debe o no un hombre religioso investigar su religión y su fe hasta determinar si es o no verdadera? Si así es, nadie en todo el mundo será fiel a su religión, pues siempre estará dudando y preguntando; si no, cada creyente deberá continuar en ella, pero presuponiendo que no es superior a ninguna otra.

Antes de entrar en materia, debo advertir mis supuestos. Acepto como hipótesis que tanto el Monoteísmo: Fermión, como el Animismo: Bosón, son dos polos de una misma Realidad, en la que cada polo contiene a su contrario minimizado. Cuando M se actualiza, A se potencializa y viceversa. Así, pues, es de esta Actualización del Monoteísmo de la que voy a tratar, ahora, de dar cuenta, siguiendo a Régis Debray: Dieu, un itinéraire, Paris, 2001. Ello implica, obviamente, que considero obsoletos los esquemas lineales del siglo XIX, tipo: animismo, totemismo, politeísmo y, finalmente, monoteísmo. Estos esquemas pre-einsteinianos han quedado caducos, tanto por la teoría de la relatividad: espacio-tiempo, como por la constatación empírica: el Japón posmoderno sigue siendo animista; el Budismo se está ganando a las elites del Occidente postindustrial; el animismo amerindio renace como una posibilidad de relevo moral global, justamente, por su cosmocentrismo, para otorgar sentido y know how a la lucha contra el Calentamiento global, producido por la ética antropocéntrica del Monoteísmo.

Torii, simbolo del sintoismo basado en la adoración a los espíritus de la naturaleza

Así como en el mediterráneo oriental se da el proceso de desmatriarcalización de la Magna Mater, es en tierra de Canaán donde se da el proceso de patriarcalización del animismo semita. Ese pañuelo de tierra es un mosaico de mini principados y cada reino, como dice Régis Debray, “se talla un dios-escudo, de cuyas cualidades guerreras y políticas se apropia la población simbólicamente, en un clásico intercambio de bienes y servicios”. Los nombres de los dioses se convierten, de patronímicos, en santos y señas de identidad nacional. Es el caso del yahveismo, un culto local entre otros tantos del entorno. El Israel monárquico tenía su dios étnico, como los moabitas tenían a Qhemosh y los edomitas a Quaus. Estos dioses y hombres vivían unos al lado de los otros y sus reinos y panteones se rozaban mutuamente. Siete naciones se repartían Palestina, bajo dominación asiria: fenicios, samaritanos, filisteos, amonitas, moabiotas, edomitas y judíos. Cada uno tenía su pareja de divinidades: macho y hembra. Las inscripciones Kuntillet ´Ajrud y Khirbe el-Qom, de finales del siglo IX o principios del siglo VIII aC, mencionan a Yahveh y a su Asherah, en nuestro caso. Regía, pues, la lógica yanantin. Hubo entre ellos, cómo no, rivalidades, anexiones, fusiones y alianzas dinásticas. YHWH, empero, es el que se impone en este juego político; instrumenta la constitución de un conjunto unificado, llevado a cabo por todos los medios conocidos: conquista militar, ósmosis cultural o matrimonio entre casas reales. David, por ejemplo, esposa a una jebusita: Betsabé. Después de 722, el repliegue sobre Jerusalén de los sobrevivientes de la caída del reino del Norte, que agrupaba a diez de las doce tribus, precipita la unificación de las dos mitades, mediante la fusión de las escuelas elohistas del Norte y las escuelas yahvistas del Sur. En ese momento se mezclan y recomponen tradiciones escritas, atribuidas a Moisés, Sur, y también a David, Norte. Ese pacto engendra la figura de una anfictionía que produce una independencia nacional, facilitando la integración de los recién llegados y su separación respecto de los vecinos. Aparecen un Nosotros y un Ellos más fuertes.

Dicho de otro modo: la unicidad divina sería el resultado de varios siglos de aproximaciones estratégicas para lograr una unicidad política, llevadas a cabo con rodeos, avances y retrocesos. Fue, pues, un desarrollo que procedió por desajustes sucesivos, a partir de una religiosidad animista básica. El Elohim (plural de Eloah) de Jerusalén prolonga y sublima al El cananeo. Los hebreos son cananeos convertidos que continúan venerando a sus divinidades ancestrales al tiempo que han comenzado a adherirse a un culto nuevo llegado del Sur, el yahveismo. Durante un tiempo prolongado, el dios El estuvo casado; su pareja se llamaba Asherah, como ya dijimos, y figurillas suyas se han encontrado en los escombros de la Jerusalén del siglo VI a. C. Se han encontrado, asimismo, templos donde Asherah, la esposa de El, era venerada; por ejemplo: en Tell es-Seb, en la isla Elefantina de Egipto, en Arad. En esos templos se han hallado, igualmente, sus estelas, sus serpientes de bronce, sus sacrificios, sus untus quemados, sus koas e inciensos. A ambos, se les vestía, sacaba a pasear y se les daba de comer para retroalimentar la lógica de la reciprocidad como, por cierto, en todas las sociedades animistas. Es decir, co-existían ambas energías personalizadas en una pareja. Pero, con el profetismo, Jeremías en concreto, empieza a romperse el equilibrio de fuerzas; empieza a hacer más masa crítica la energía masculina y patriarcal. Jeremías empieza a fustigar a los ídolos: las potencias animistas de la naturaleza: la Madre Tierra. El Deuteronomio, entre 550 y 520 antes de Cristo, proscribe la erección de asherims, estacas talladas que representaban a la diosa: símbolos cananeos de fecundidad y fertilidad. Pero he aquí que ese animismo popular se continua, solapado, en los Salmos, el Cantar de los Cantares y, sobre todo, en los rituales que siempre dicen más que los dogmas, acerca de las permanencias subterráneas de las energías bosónicas mágico religiosas. El judaísmo primitivo, pues, no estaba separado de los sistemas de ofrendas agrícolas y animales que rigen, en todas partes, los intercambios entre la tierra, el cielo y el inframundo, para actualizar la red cósmica de la Vida. Un sistema, por cierto, calcado sobre la entrega al soberano del tributo en especie. Los rituales semíticos se empalmaron así sobre los cananeos que, a su vez, se encadenaron con los asirios…

Ahora bien, es en el Exilio de Babilonia donde se da el salto cuántico hacia el monoteísmo, tal como ha llegado hasta nosotros. Lejos del país natal, con el santuario en ruinas, desterrados, prisioneros… la elite sacerdotal y levítica, encabezada por Ezequiel, llama empero a la unidad; una unidad que no podía ser física, dada la caída del Templo y la ocupación extranjera del territorio: la dispersión de los exilados y la sujeción material de los que se quedaron. Así, pues, con el santuario en ruinas, los ritos animistas tradicionales se habían vuelto impracticables. Era preciso crear un sustituto viable. Si lo real es imposible, lo simbólico lo puede remplazar. Tal el descubrimiento. Este gesto intelectual no salió de una decisión deliberada, sino de un hecho consumado. Fue impuesta por esa brutal sustracción de piso, que fue el Exilio: el desmantelamiento de sus usos e instituciones. Esta depuración, pues, obligó a los exiliados a diseñar un “templo” intangible, no localizable y portátil. La Torah sería el nuevo “templo” que remplazaría al Templo destruido. La Escritura será, pues, el arma que nadie podrá destruir y que permitirá al pueblo hebreo persistir en el ser. Conatus, llamaría Spinoza a esa pulsión por sobrevivir a como dé lugar. Ahora bien, después del exilio, los profetas se encargarían de promocionar y capacitar al pueblo, es decir, empezarían a extirpar las idolatrías animistas con el instrumento de la alfabetización: la letra: la escritura. Esta receta está patentada y tiene larga duración: “Yo, sí puedo”. Como dice Debray: “La catástrofe es la madre del monoteísmo y el alfabeto su padre”.

Veamos, empero, con más detalle cómo se desmaterializa, es decir, cómo surge algo así como un Dios único, universal, invisible y todopoderoso. Es aquí, justamente, donde interviene el factor técnico: la escritura y su soporte. La judeidad se transmite mediante relatos, recitaciones y gestos. Todo lo que se base en la separación y azuce, al mismo tiempo, el deber de la memoria. Soporta mal la plástica, la iconografía y los sacrificios porque mantienen y fomentan, justamente, la relación: la correspondencia y la reciprocidad. Un alfabeto es una máquina para descomponer lo continuo, la voz, o para volver discretos los flujos sonoros. Produce un máximo de sentido mediante un mínimo de signos. Con la transposición de lo visual a una transcripción codificada, se lleva a cabo un desenganche, una separación, un desligamiento radical. Un grafema es un desencantador cósmico. Un Dios abstracto, que es una noción y no un dato, requiere un espacio nocional para ser. Liberado de las inercias naturales, mediante signos arbitrarios, Dios se desliga de las similitudes y las correspondencias. El tetragrámaton YHWH, un laser létrico, cercena el cordón que lo liga a las Potencias animistas del cosmos. Es, precisamente, lo arbitrario de un sistema de signos, lo que corta de cuajo las rutas de la analogía entre lo inteligible y lo sensible, entre las palabras y los astros, entre la voz y la tormenta. La historia del Dios monoteísta comienza cuando el graphein se bifurca: una rama en imagen: animismo, y la otra en letra: monoteísmo. A despecho de sus valores fonéticos, el hiero glifo permanece atado a los viejos hechizos de la imagen. Sólo un grafismo absolutamente arbitrario puede acallar el rumor del mundo. En nuestro alfabeto, por ejemplo, la letra A ya no es una cabeza de buey, invertida, con sus dos cuernos hacia arriba, sino que es lo que precede a la B. Punto. Diacrítica, su forma ya no cuenta, sino su lugar. YHWH ha perdido su cuerpo animal. No está ya pegado al mundo tal cual es. Sólo una máquina de atomización, fragmentación: desarticulación, como el abecedario, puede engendrar completamente Otra-Cosa. Sin alfabeto no hay creatio ex nihilo. Sólo un Dios alfabetizado puede despegar de la tierra, trascender y valer igual por doquier e igualar a todos. Así, pues, la escritura es productora de trascendencia. Y su forma más abstracta, el alfabeto, ha producido lo divino más abstracto. No hay Dios monoteísta sin letras aisladas, ni animismo sin lenguas aglutinantes. ¿Cómo funciona ello? El abecedario divulga: vulgariza los misterios. Como máquina de atomizar, destruye la magia de las semejanzas. Como instrumento público, rompe con la ontología del secreto y los cultos iniciáticos que descansan sobre la transmisión boca-oído. Como artilugio abierto opaca las fórmulas confidenciales. La simplificación alfabética pone los misterios al alcance de todos y los ubica en pie de igualdad. El acadio, por ejemplo, lengua imperial pero profusa y cargada, es derrotado por el arameo de los pequeños reinos sirios, porque tiene menos signos. La escritura de Uruk IV tenía 640 signos diferentes. No resistieron ante las 22 letras del fenicio. Quien reduce gana.

¿Qué cambió, pues, el alfabeto en la economía de lo divino? En primer lugar, transforma la sacralidad esotérica en un servicio público exotérico. Un culto ctónico en un culto a cielo abierto. La linealidad y la estandarización de los caracteres dispensan al pueblo hebreo, como dice Debray, “de tener que dividirse entre clérigos instruidos en los secretos y laicos de manos callosas”. Todos pueden descifrar el depósito ancestral con solo haber aprendido a leer y, por lo tanto, a orar. Es como decir que un Dios literal (y no figurativo) acrecienta las oportunidades de inteligencia colectiva: democratiza el saber. El monoteísmo es por sí mismo educativo y está ligado a la escuela y, también, a reprimir el principio del placer o, en cualquier caso, a retardarlo. A esto Freud llamaba, siguiendo el uso de su tiempo, “civilización”. Lo otro: el animismo, era la barbarie. Pero, he aquí, que el monoteísmo produce neurosis: “malestar en la cultura”.

En segundo lugar, el escrito hace advenir el concepto que ya no cambia y que permanece idéntico a sí mismo. Permite pasar de lo circunstancial a lo incondicionado y de lo particular a lo universal. Sólo un texto, paradójicamente, puede descontextualizar y, por ese mismo hecho, engendrar una creencia libre de inscripción local. La transcripción suprime la palabra del hablante y la pone fuera de su flujo. Desenganchada de su emisor, puede volar con sus propias alas. Se autonomiza. Se absolutiza. En las sociedades animistas, orales, el contexto enclava. No hay Ley sino costumbres. No hay Absoluto sino que todo es Relativo. Y, sobre todo, elegir lo escrito, más bien que la imagen, es parar en seco el tradicional culto a los ancestros: la quintaesencia del animismo: el motor de la “red transgeneracional”: Anne Ancelin Schützenberger. En tercer lugar, existe un parentesco estrecho entre escritura e idea fija. El fundamentalismo e integrismo, muy común entre “los pueblos del Libro”, puede verse a este respecto como una hipertrofia de la huella escrita. El paso del mythos oral, relativístico, a un logos escrito, fijo, hace entrar a la divinidad en la lógica infernal de la argumentación, del principio de identidad, de no contradicción y de tercero excluido. La escritura hace pasar la ontología a la filosofía y convierte una salmodia en un retruque lógico: un sed contra escolástico. Apologética: la preparación intelectual de la guerra.

Desde que Dios es captado por la razón gráfica, lo emocional es expulsado de sus refugios íntimos y cae en la trampa de la racionalización y el consiguiente formulismo. Con la intrusión de la razón enumeradora y clasificadora en el campo de lo recibido y de lo salmodiado, la Pareja divina del animismo, no sólo se divorcia y Yahveh devine el Único, sino que, además, se apropia del camino de la dogmática: sólo El tiene la razón; controla la censura: el otro no tiene la razón, sino también se institucionaliza la disputa por medio del enfrentamiento de conceptos, interpretaciones y escuelas. Las categorías de lo verdadero y de lo falso no surgieron de la oralidad animista. Ahora bien, cuando las nociones (universales) de verdad y de error se encuentran con los universos (localizados) de la creencia tradicional, los monoteísmos devienen violentos, depredadores y mortíferos. Un Dios asentado por escrito está ya, a priori, a la defensiva y es, por lo tanto, preventivamente belicoso: guerras preventivas. La mejor defensa es el ataque. Ya Platón, en el Fedro, criticó los aspectos molestos de la cultura escrita: debilitamiento de la memoria individual, humillación de los ancianos, irresponsabilidad de los autores, profanación de los secretos. En una sociedad animista, no hay clero, ni dogmas, ni Inquisición. Producto derivado de la normalización gráfica, la tiranía de la letra engendra, finalmente, la de la interpretación, así como los monopolios clericales del comentario.

Para hacer surgir en los espíritus un Sujeto acósmico y soberano, sobre un plano muy distinto que el disco solar de Atón, entidad aún cósmica, fue necesario este minúsculo detonador: la notación consonántica del pensamiento. Por ello, ir al punto: a lo esencial, y decir todo en pocas palabras, seguirá siendo la táctica por excelencia del Dios monoteísta. El corta lo superfluo. YHWH gana en energía lo que pierde en masa. La sola escritura permitió al pueblo hebreo diseminarse, sin dejar en ello su pellejo, su memoria y su fe. Jerusalén. Para terminar de redondear una noción del Monoteísmo occidental, es preciso referirse a otros dos ingredientes que la conformaron: Atenas y Roma.

En Grecia, fue Aristóteles quien formuló el correspondiente monoteísmo metafísico y político. En el libro XII de su Metafísica expone que la divinidad es una, indivisible, inmutable, impasible, inmortal y perfecta. El universo tiene una estructura monárquica, como una pirámide en cuya cúspide está la divinidad sola. En correspondencia no es bueno que haya muchos señores; es mejor que sólo haya uno. La monarquía política del señor se ha de corresponder con la monarquía cósmica de Dios. El imperio del mundo sólo puede ser uno. Como la divinidad, que todo lo domina y no es dominada por nadie, el emperador domina a todos y no es dominado por nadie. Su dominio es absoluto, pero no arbitrario, pues debe corresponder a la voluntad y las leyes de la divinidad. Igualmente, la obediencia de sus súbditos es absoluta, pero no ciega, pues deben seguir la voluntad y las leyes de la divinidad. El monoteísmo político encontró su última forma en tiempos de la ilustración: “un rey, una fe, una ley” (Luis XIV). En la dictadura de Hitler sonó más secular pero no menos religiosamente: “Un pueblo, un imperio, un Führer”.

La otra fuente del Monoteísmo se encuentra en la religión del patriarcado. Por patriarcado se entiende el dominio del varón sobre el poder, la propiedad y la sucesión. Aquí nos limitaremos al patriarcado romano-cristiano que es el que se ha impuesto en Occidente. El pater familias romano tenía una posición de dominio monárquico en la familia y en la propiedad y un poder ilimitado y de por vida sobre las personas que pertenecían jurídicamente a la familia: mujeres, hijos y esclavos, sobre cuya vida y muerte podía, a veces, disponer. El César era visto como pater patriae del imperio y mandaba como rey sacerdote y padre sacerdote, pontifex maximus. En estos títulos se refleja, por un lado, la esperanza de protección de los súbditos y, por otro, su poder ilimitado: el pater patriae es pater omnipotens. En el escrito de Lactancio sobre la “ira de Dios” se puede reconocer la transferencia de la concepción romana del padre al Dios de los cristianos: el único Dios es señor y padre, su poder es paternal y soberano. No es difícil reconocer que este doble concepto de Dios ha acuñado la imagen de Dios en Occidente. A Dios hay que amarle y temerle. Desde Agustín y Tomás de Aquino hasta Karl Barth y Josef Ratzinger, los teólogos cristianos han defendido este monoteísmo patriarcal con argumentos aparentemente bíblicos.

Lo que hay que retener es lo siguiente: el pensamiento occidental se unilateraliza: unidimensionaliza: Marcuse. Monismo. Sólo reconoce y acepta la energía Fermión: masculina, abstracta y minimiza, reprime o ignora voluntariamente la otra energía: Bosón, femenina, concreta o la combate como el Mal: Dualismo. Se rompe, pues, la relación entre lo Real y lo Simbólico, syn-ballein, y aparece lo Imaginario, dia-bollein: la postulación abstracta de un nivel arbitrario que no se corresponde con la experiencia de la realidad: todos hemos nacido de un varón y una mujer. No olvidar este hecho, es fundamental para estar bien ubicado. A continuación esbozo esta unilateralización: uno u otro (pero no los dos a la vez, como complementarios, que es en lo que estriba la postura indígena: Yanantin)

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